La desencantada imagen del mundo
En mi caso, las moscas volantes han sido un evento psicológicamente devastador o, cuando menos, revolucionario. Seguro que habrá a quien le parezcan unas palabras fortísimas. Pero yo mentiría si dijese otra cosa, bien que existan males muchos peores para devastarme. Si no fuese así, nunca abriría este blog, no hubiese hablado tanto. Obviamente, esto ya dura demasiado para ser una obra de teatro. Ahora, el lector puede tomar dos caminos: el de creerme o el de atribuirme algún tipo de deficiencia mental.
Entre las diversas consecuencias que han tenido en mí las moscas volantes, hay una que puede sonar a sutileza, pero que ha afectado de forma general a mi idea de la vida. Se trata del desengaño. El desengaño que, como decía, cada persona experimenta por una causa distinta en forma y gravedad. Mi desengaño consiste en la pérdida de la ilusión por lo que está fuera, por la imagen que obtenemos del mundo dentro de nuestros ojos.
De pequeño era ingenuo. Pensaba que lo que veía no era un reflejo de las cosas, sino que eran las cosas en sí. Creía que el cielo que veía era el cielo propiamente dicho, y que la hierba, las flores, estaban realmente ahí donde las veía, exactamente igual que las veía. Por eso me sentía perplejo y escéptico cuando me decían que mi piel estaba hecha de células diminutas, y éstas a su vez de átomos diminutos; que la luna era redonda, pese a estar en cuarto creciente, y que estaba infinitamente lejos; que la lejía no era agua, y no sabía a agua; y que las personas de la tele no estaban dentro de la tele.
Sobreviví a mis creencias aceptando que había cosas para la vista y cosas para el intelecto. De tal forma que acepté que la parte visible era una vertiente autónoma de las cosas, que la imagen de un pájaro era el pájaro en sí visualmente hablando, aunque no se le oyese cantar, ni se le examinasen las vísceras al microscopio. Es decir, creí que el mundo era visualmente objetivo y uno. Y quizá sea fácil pensar así para quienes tienen unos ojos funcionando a pleno rendimiento.
El problema es que, llegadas las mantas volantes a mi mundo visual, este mundo se convirtió en una cosa etérea y escasamente fiable. Una imagen gaseosa, vaporosa y azarosa que destruyó el mundo como forma sólida y objetiva, como cosa real fuera de mí. El mundo dejó de estar ahí para estar aquí dentro, sometido a las fracturas de mi espejo. La vista del cielo dejó de ser la que está ahí para ser la que llega aquí, es decir, la que consigue arribar tras abrise paso a través de las imperfecciones del sistema. En consecuencia, la vista del cielo es la vista del artilugio con que se observa. Con razón dicen que la tecnología que mejor funciona es la que menos se nota.
Sentí que algo que amaba me había abandonado. Amaba salir por la ventana, mirando a un lado y a otro, hasta el punto de pensar que yo no estaba, que sólo estaba el mundo, los tejados, las nubes, y los pájaros columpiándose en las alturas. Ahora puedo mirar, pero es imposible dejar de estar presente.