El vuelo de las moscas cojoneras

Las miodesopsias o 'moscas volantes' son opacidades que se forman a veces en el vítreo del ojo y tienen carácter permanente. Para quienes las tienen, se perciben como sombras que pululan por el campo visual, a menudo comparadas con puntos, hilos o telarañas. La oftalmología las considera por sí solas un problema menor. Hoy en día, no las trata porque no dispone de un remedio eficaz; no obstante, sostiene que se dejan de percibir con la costumbre. Cuestionada esta afirmación por muchas personas, este blog nace para comprobar su veracidad sobre mi caso particular. Pero no persigue una experiencia científica, sino expresiva.
[Aviso: ÉSTE NO ES UN BLOG DE MEDICINA. Para leer una descripción médica de las miodesopsias, visita este enlace.]

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30/4/07

Ojos cerrados


Menuda mañanita. Permanentemente, el problema de las moscas se manifiesta como un problema de comparativas. Uno se recuerda permanentemente el pasado, y compara las sensaciones experiementadas en él con el momento actual. Recuerdo cuando iba al parque o cuando iba a una galería de arte contemporáneo de éstas que tienen todas las paredes blancas y lisas. Y digo: "joder, estas sensaciones no son las mismas; y no sólo no son las mismas, sino que incluso lo que antes me resultaba placentero, ahora me cansa, y me invita a evitarlo; instintintivamente he dejado de hacer determinadas cosas, sencillamente porque no las disfruto". Esto son hechos objetivos.

Esta mañanita no tuve clase. Tengo el día libre, así que aproveché para ir a matricularme en las oposiciones, que literalmente arrastro como un zombi desde que empezó esta tortura. Aparte, tenía que sacar unas fotos en la catedral de la ciudad, para un trabajo de clase. Lo que hubiese sido una mañana relajada se convirtió en una nueva constatación de mi incapacidad para disfrutar de lo que me rodea. El edificio de la Administración es una de estas arquitecturas contemporáneas que buscan la luz natural con grandes cristaleras. Según entré, me puse en la larga cola. Después de ver las moscas toda la mañana, a esta hora me empezaron a torturar de una formas salvaje. "No hay que fijarse en ellas", es la recomendación médica. Pero es que no me fijo, no es necesario que lo haga para verlas, pasan por delante constantemente inundándolo todo. Hay de sobra, en tamaños y formas, para turnarse sobre la mácula.

La reacción de uno es similar a la de un insecto que quiere atravesar un cristal que no ve, y por ese motivo se da de cabezazos en el durante largas horas. Es decir, uno parpadea, vuelve a parpadear, gira la cabeza, mira a la pared, mira al suelo, mira al cielo por la cristalera, mira a otra gente, busca una salida como un pajarito atrapado, pero siempre, indefectiblemente, las telarañas reaparecen. No una, ni dos, ni, diez, ni veinte, sino incontables, cientos de millones. Más allá, la belleza de infinidad de cosas esperando para ser vistas... pero todas esas bellezas se esconden tras una máscara terriblemente fatigosa. Cierra uno los ojos. Dos segundos, cinco segundos, lo suficiente como para pensar que nada de esto está pasando, lo justo para no llamar la atención entre la gente. Volvemos a empezar.

Liquidamos el asunto de las oposiciones. No sé lo que me queda por estudiar. No sé como lo llevo. Porque antes espero salvar otros obstáculos. No puedo centrarme en una oposición si el 60 por ciento del día se va en mareos y lamentos por mundos perdidos. Llego a la catedral. Entro. La penumbra interior es casi una bendición. Por primera vez en toda la mañana, tengo una especie de respiro. Veo algunas moscas de vez en cuando. Pero por lo demás, el mundo sigue siendo el mismo. Saco las fotografías que necesito. Me olvido de las cosas perdidas, como si cerrase los ojos. Estoy bien. Las moscas me han dotado de una mejor vista de noche que de día, o al menos de una mejor capacidad de disfrutar de ella. Veremos cuantos meses dura. Parece que en mis vítreos se ha desatado un proceso fulminante: lo que no sucedió en 24 años está sucediendo a golpe de dinamita. La retina, bien. No hay fotopsias. Cierro los ojos y veo negro. Gracias. En serio. Pienso constantemente en la posibilidad de sufrir una gran desgracia. Y digo: joer, hay que dar gracias por lo que nos queda...

Salgo de la catedral. Apenas atisbo la tranquilidad de la plaza vacía, la luz del sol derramándose sobre las nubes, cruza el universo una negra sábana raída, deshilachada, que lo desfigura todo. Volvemos a empezar.

25/4/07

Los días no son como antes


Levanto la vista. Si no las veo me alegro, y la vida es buena. Si las veo me derrumbo. Es falso que sea al revés. No es que las vea por estar derrumbado primero. No es que deje de verlas por estar feliz. Luego son ellas las que me echan abajo. Luego, si no estuviesen, estos cien días hubiesen sido buenos, como antes. Esto es así; yo no sé si será para tanto o para menos, pero es así.


Tan trivial, tan leve, tan insignificante, esta mierdecilla ha golpeado la línea de flotación de mi día a día, materializando mis peores miedos, que ahora se demuestran como sobradamente justificados. Desgraciadamente, la manchita que me provocó mi primer gran horror es ridícula comparada con la maraña de filamentos que, cuatro meses después, inunda todo lo que miro.

14/4/07

Actitudes (II)


Psicológicamente, no es lo mismo nacer sin algo que perderlo después, aunque sea injusto decirlo. Porque, quien pierde algo muy grande, el trabajo de muchos y largos años, tiene que hacer el titánico esfuerzo de dejar de ser el que era, poner el contador a cero y crear un nuevo personaje. Tiene que construirse una casa nueva, lastrado por el recuerdo de la anterior. Sólo que le queda menos tiempo.

Pues parece que hay cierta edad en que las pérdidas se pintan enormes. De joven, uno aspira a cierto nivel de perfección. Uno espera gozar de una salud sin mácula unos quince años. Creerse el sueño de que la vida dura siempre antes de ir paulatinamente cambiando el chip. Pero no estamos muy preparados para hacer renuncias definitivas a los 18 años, aunque sean tan pequeñas como jugar al fútbol, pillarnos una moña, tocar la guitarra o liarnos con la más guapa de clase.

De joven, cualquier cambio se hace más difícil de encajar, cualquier renuncia resulta dramática y cualquier muro nos obliga a desviarnos y abandonar el “curso normal” de quienes nos rodean, perder cosas, perder experiencias. Y entonces descubrimos espantados que sólo tenemos una vida, y que las cosas perdidas jamás se recuperan.

En este momento, relativizar es difícil. Y nuestro problema, por pequeño que sea, es enorme, sencillamente porque es nuestro. Una persona mayor acepta las pequeñas pérdidas como un mal inevitable. Un joven piensa que le han dado el cambiazo, que le han robado la cartera. Para él, una pérdida trunca una vida que ya había imaginado, le priva de infinitas posibilidades, de infinitos placeres, lo saca del camino y lo echa al barranco, le deja en suspenso historias maravillosas que ya tenía enfiladas.

9/4/07

Actitudes (I)


Una cosa que me llama la atención en los foros que hay en internet sobre moscas volantes, es que hay mucha gente joven con este problema. Por ejemplo, en los comentarios de este blog, aunque todavía son pocos, hay varias personas que no llegan a los 25 años. Yo mismo los acabo de cumplir.

¿Qué significa esto? No puede ser que el problema tenga tanta incidencia en los jóvenes. No más, al menos, que en los de mediana edad. Por eso, creo que lo que Internet nos da es una impresión engañosa. Internet es un medio complicado para tomar el pulso a la opinión social. Conocemos a quienes participan en él, pero los que no lo hacen, no computan.

Es decir, respecto a las miodesopsias, en Internet vemos cuanta gente hay preocupada por el problema, pero no vemos a quienes lo han superado, aunque su número sea mayor. Porque éstos no buscan foros en la red para comentar su experiencia.

Entre todos los testimonios que he encontrado, no he visto aún a nadie que supere la treintena que se encuentre desesperado o deprimido por tener moscas volantes. Más jóvenes, a decenas. ¿Cuál es la explicación?

Creo que es sencilla. Parece que llega un momento en la vida, apuntando a los 40, en que los problemas físicos se relativizan con facilidad, entendiéndose como parte de un proceso natural que día a día nos recuerda que no somos eternos. Y aunque todos queremos conservarnos jóvenes, ya sea en nuestras facultades o en nuestro aspecto exterior, vamos desarrollando cierto sentido de la aceptación, del desapego por las cosas del mundo. Entonces, aunque algunos se aferren a sus posesiones hasta los 70 años, la mayoría va haciendo concesiones sin mayor drama.